domingo, septiembre 17, 2006

El ejercicio de pintar


Maria Schvartz

La vida es una paradoja: para experimentarla intensamente es necesario no desoír el eco que la muerte produce en cada respiración. La cultura occidental integró la muerte a la alegría de vivir desde el mismo amanecer griego: la tragedia era el espacio en el que la vida mostraba su intensidad extrema.
Sin embargo, desde hace medio siglo eso ha cambiado radicalmente. El actual terror ante la muerte ha llevado a la producción masiva de imágenes fetiche: la televisión y la publicidad sólo muestran cuerpos jóvenes que el retoque digital hace parecer perfectos. De la imaginación masiva han desaparecido tanto la vida que envejece como el cuerpo que engorda o se degrada.
Los cuadros que Marcia Schvartz (1955) pintó hace treinta años retratan una época que se ha ido para siempre. Su obra evoca un mundo en el cual el cuerpo era una fuente de experimentación y goce: sudoroso, con imperfecciones por todas partes, capaz de mostrar el paso despiadado del tiempo. Por todo eso, el cuerpo también era capaz de expresar un placer que toda la parafernalia digital no puede imitar. Marcia Schvartz es una gran dibujante, una excelente pintora y tiene un ojo único, como de halcón cebado por la inminencia de una presa.
Casi todas las personas que ella retrató en los cuadros reunidos en esta muestra (que recorre los primeros diez años de su producción) no se reconocen en ellos o, mejor dicho, no les gusta verse así. A todos los retratados los recorre un aire de familia, pero eso no los iguala: cada uno gana en individualidad. En las pinturas de los setenta (varias realizadas durante su exilio en España) es visible la búsqueda de un lenguaje propio, en la tensión entre sus influencias (Oskar Kokoschka u Otto Dix) y su pasión arrabalera. Gracias a esa tensión, Schvartz logró producir un estilo tan auténtico como el aire de Riachuelo que se respira en la pintura de Quinquela. Artistas y marginales.
Vecinas de Barcelona que se parecen a las señoras del conurbano porteño. Morochos que besan novias mientras con la oreja no dejan de prestar atención a la radio que transmite el clásico del domingo. Camioneros y colectiveros lascivos. Flashes del Abasto en decadencia. Esas son las imágenes que Marcia Schvartz transforma en arte, como una alquimista perversa que conoce el secreto de la transmutación de la escoria en piedra filosofal. Porque sabe que la escoria es ya la piedra filosofal.

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